No soy doctor en medicina y quizás por eso, tiendo a ponerme más en la piel de los pacientes que cualquier médico, oficial o no.
Me explico: generalmente (y ruego que se tome todo como una mera generalización) cuando uno visita a un médico, el dolor está de parte del paciente y la verdad o la solución de parte del médico, quien por su preparación de seis años, más el MIR, más todos los cursillos, congresos, asambleas y simposiums, se encuentra en posesión de un saber infinitamente superior al del pobre paciente, que sólo padece. Esto hace que –sin saber si tiene experiencia con lo que nos aflige o no- le demos un voto de confianza, basado muchas veces en el precio de sus honorarios o el puesto que ocupa en el escalafón de la salud. Nos escucha –a veces no lo hace-, nos receta y a correr. Nos tomamos lo que nos manda y a esperar el efecto taumatúrgico de la medicación. Si Dios quiere y nos hace bien, pues seguimos con lo que nos dice el doctor, con las revisiones y demás visitas sobre las que se sostiene la clase médica. Si no nos va bien, o volvemos o sencillamente visitamos a otro especialista hasta encontrar quien ponga punto final a nuestro sufrimiento. Sin chistar.
Si no se soluciona tras estas visitas o el paciente desconfía de la medicina oficial, por lo que ha leído, por lo que le han contado o por lo que anteriormente ha padecido, entonces acude a las terapias alternativas –bien en manos de médicos, bien en manos de terapeutas sin titulación oficial (TSTO). Lo primero que hacen los pacientes al llegar es mirar todos y cada uno de los diplomitas que suelen adornar las salas de espera de dichas consultas, se enteran de las fechas, de las especialidades, de cuánto tiempo lleva en el tema, de si es guapo o feo, resultón o simplemente del montón. Preguntan antes de nada cuánto les va a costar la visita y en qué consiste esa terapia que se practica ahí. Preguntan y preguntan y preguntan… si no es antes de ir, es durante la consulta. Y cuando están medianamente más tranquilos, entonces continúa la visita. El terapeuta les observa, les escucha hasta el agotamiento, les pide detalles que ellos ni recuerdan ni siquiera son conscientes de su existencia, y finalmente les prescribe un tratamiento (véase que no digo “recetar”, ya que eso es facultad únicamente médica) y les da una fecha para el control. Lo primero que hace el paciente es mirar lo que hay escrito: si es mucho o es poco, si hay muchas medicinas o pocas, si es difícil de llevar y tomar o por el contrario es simple. Preguntan para qué sirve cada cosa, si no les va a producir mal (porque ya toman no sé qué medicinas de otro médico muy bueno que les lleva de toda la vida y que no acertó con esto que ahora les pasa…), si…
Bien, pues esto que suena a broma o a comedia española, creo que es algo tremendamente habitual en los términos en que lo describo. Esto no hace peores a los médicos ni a los terapeutas, ni tampoco necesariamente a los pacientes. Es la vida: gato escaldado del agua fría huye. Tenemos ya tantas malas experiencias que necesitamos ración doble de humanidad, confianza y paciencia que cualquier paciente inocente e inconsciente.
Y esto se soluciona con la empatía, es decir, con la facultad de ponernos en el pellejo del paciente para intentar establecer un eco vital entre la persona sufriente y el terapeuta -en nada omnisciente-. La empatía ayuda a observar, a sentir, a valorar el sufrimiento del otro; ayuda a establecer lazos de intimidad, de vecindad, de convivencia en los que se basa gran parte de nuestra labor. La empatía no es de un día, ni uno nace con ella: creo que se basa en la capacidad de ser humano, compasivo, generoso, cercano y, si me apuran, dichoso. Porque no hay mayor grado de empatía que el de sentirse dichoso por tener delante ese paciente que nos viene a ver; dichoso porque ha hecho un gesto de confianza al llegar a nuestra consulta; dichoso porque espera de nosotros un salvavidas que quizás está en nuestras manos lanzarle. Es como llegar a casa tras una mala noche en una mala posada –esto último es de Santa Teresa de Ávila, no mío-. Y es gracias a la empatía que nuestra misión se sostiene, se ensancha, se abre al mundo. Se hace útil y transmite el sentimiento de estar juntos en el mismo barco y en las mismas condiciones.
Pero entonces llega la democracia, la política y toda esa suerte de técnicas en las que se convence al mundo de que tiene derecho a todo por el simple hecho de ser ciudadano, de estar más o menos próximas unas elecciones o simplemente por ser un número suficiente como para manchar el historial político de quien tiene ese puesto o autoridad. Y se nos engaña, porque no todo es posible, no todo es legítimo, no todo está permitido, no todo es sensato, no todo es natural. No lo es porque no puede serlo, porque la naturaleza no es democrática ni la vida tampoco, aunque todos seamos iguales. Nuestras circunstancias no son democráticas ni nuestra historia lo es. En fin, se nos engaña. Y somos tan tontos y tan ambiciosos que creemos que ya tenemos la pluma que hizo volar a Dumbo, que tenemos el poder de mandar, de ordenar, de cambiar las cosas a nuestro gusto. Y vamos y mandamos y… empieza la locura.
En estos últimos tiempos me viene pasando una serie de cosas que me tiene un poco extrañado. Especialmente porque valoro a mis pacientes y los aprecio por el solo hecho de serlo. Porque creo que no hay pacientes tontos, sino simplemente mal informados. Porque creo que la maldad no tiene fuerza ante la bondad. Porque creo en lo gratuito, en lo generoso, en la entrega frente a la posesión y la ambición. Porque creo que el paciente siempre llegará a ser un amigo. Porque creo en la paciencia y en la amistad, aunque no sea algo ni común ni general ni fácil. Y me esfuerzo por ello.
Lo último que me ha pasado ha sido una paciente que, tras solicitar mi ayuda por medio de este blog, me manda el cuestionario. Lo estudio, lo valoro y preparo un tratamiento –de un mes de duración- adecuado a la situación y con vistas a encontrar una rápida mejoría sobre la que construir posteriormente un tratamiento más específico –aunque el primero ya lo es-. Lo envío y me pongo a disposición de la paciente para explicarle lo que le produzca alguna duda. Hasta aquí lo de siempre.
La sorpresa surge cuando la paciente me contesta que no va a seguir el tratamiento porque éste contiene muchos medicamentos, porque la homeopatía sólo da un medicamento y porque lo que pretendo es suprimir los síntomas. Y que ella lo que quiere es un solo medicamento y ya está. De verdad que he recibido muchas respuestas y de verdad que algunas sacarían los colores a más de uno. He leído y escuchado de todo –casi como en confesión católica-, pero ésta ha sido la primera vez en que me he encontrado con un caso similar.
Mi respuesta fue –me habría gustado que lo fuera aún más- breve:
“Respeto tu decisión de no llevar el tratamiento. Lamento también el tiempo que empleaste en rellenar tu cuestionario y el mío en estudiarlo.
Como final a esta situación, me gustaría que reflexionaras sobre lo siguiente:
Los pacientes nunca eligen la enfermedad de la que van a padecer, por ello, la enfermedad es universal, pero no democrática; no admite negociación.
De igual modo, el tratamiento tampoco es democrático. Puedes elegir la terapia que mejor te parezca -dentro de tus posibilidades económicas, claro-, pero no puedes negociar el tratamiento, ya que es el que es y ya está.
El paciente tiene la posibilidad de decidir sobre si lleva o no el tratamiento, pero no sobre el contenido del mismo.
Esto es tan de sentido común que a veces nos confundimos por ser tan evidente”.
En resumen, demasiada confusión, demasiada sinrazón, demasiada amargura, demasiada torpeza. Perdón por hacerlo tan mal.
Hola!
ResponderEliminarMuy interesante la pagina, la leeré con detenimiento.
Gracias